LITURGIA DE LA PALABRA
Del Papa Francisco
Desenmascarando ídolos ocultos
Jueves 6 de junio de 2013
Descubrir "los ídolos ocultos en los numerosos dobleces que tenemos en nuestra personalidad", "expulsar los ídolos de la mundanidad, que nos convierte en enemigos de Dios": fue la invitación del Papa Francisco durante la misa matutina del 6 de junio, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.
La exhortación a emprender "el camino del amor a Dios", a ponerse en "camino para llegar" a su Reino, fue la coronación de una reflexión centrada en el Evangelio de Marcos (Mc 12, 28-34), cuando Jesús responde al escriba que le interroga sobre cuál es el más importante de los mandamientos. La primera observación del Pontífice fue que Jesús no responde con una explicación, sino que usa la Palabra de Dios: "¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor".
"La confesión de Dios se realiza en la vida, en el camino de la vida; no basta decir –advirtió el Papa–: yo creo en Dios, el único"; sino que requiere preguntarse cómo se vive este mandamiento. En realidad, con frecuencia se sigue "viviendo como si Él no fuera el único Dios" y como si existieran "otras divinidades a nuestra disposición". Es lo que el Papa Francisco define como "el peligro de la idolatría", la cual "llega a nosotros con el espíritu del mundo".
Pero ¿cómo desenmascarar estos ídolos? El Santo Padre ofreció un criterio de valoración: son los que llevan a contrariar el mandamiento "¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor". Por ello "el camino del amor a Dios –amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma– es un camino de amor; es un camino de fidelidad". Hasta el punto de que "al Señor le complace hacer la comparación de este camino con el amor nupcial". Y esta fidelidad nos impone "expulsar los ídolos, descubrirlos", porque existen y están bien "ocultos, en nuestra personalidad, en nuestro modo de vivir"; y nos hacen infieles en el amor.
Jesús propone "un camino de fidelidad", según una expresión que el Papa Francisco encuentra en una de las cartas del apóstol Pablo a Timoteo: "Si no eres fiel al Señor, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo. Él es la fidelidad plena. Él no puede ser infiel. Tanto es el amor que tiene por nosotros". Mientras que nosotros, "con las pequeñas o no tan pequeñas idolatrías que tenemos, con el amor al espíritu del mundo", podemos llegar a ser infieles. La fidelidad es la esencia de Dios que nos ama.
Congreso 10º aniversario «Deus caritas est»
Viernes 26 de febrero de 2016.
Queridos hermanos y hermanas:
Les doy la bienvenida a esta audiencia al fin de su Congreso Internacional sobre el tema: «La caridad no pasará jamás (1Co 13, 8). Perspectivas a los 10 años de la encíclica Deus caritas est», organizado por el Consejo pontificio Cor Unum, y agradezco a mons. Dal Toso las palabras de saludo que me ha dirigido en nombre de todos ustedes.
La primera encíclica del papa Benedicto XVI trata un tema que permite recorrer toda la historia de la Iglesia que, entre otras cosas, es una historia de caridad. Es la historia del amor que hemos recibido de Dios y debemos llevar al mundo: esta caridad recibida y dada es el fundamento de la historia de la Iglesia y de la historia de cada uno de nosotros. El acto de caridad, en efecto, no es sólo una limosna para limpiar la propia conciencia; incluye «una atención de amor puesta en el otro» (cfr. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 199), al que considera «como uno consigo» (cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 27, a. 2) y desea compartir la amistad con Dios. La caridad, por tanto, está en el centro de la vida de la Iglesia, y es verdaderamente su corazón, como decía santa Teresa del Niño Jesús. Para cada uno de los fieles, como para la comunidad cristiana en su conjunto, vale la palabra de Jesús, según la cual la caridad es el primer mandamiento y el más alto: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser? Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 30-31).
El Año jubilar que estamos viviendo nos brinda también la ocasión de volver a este corazón palpitante de nuestra vida y de nuestro testimonio, al centro del anuncio de fe: «Dios es amor» (1Jn 4, 8.16). Dios no tiene simplemente el deseo o la capacidad de amar; Dios es caridad: la caridad es su esencia, su naturaleza. Él es único, pero no es solitario; no puede estar solo, no puede cerrarse en sí mismo, porque es comunión, es caridad, y la caridad por naturaleza se comunica, se difunde. Así, Dios asocia al hombre a su vida de amor y, aunque el hombre se aleje de él, él no permanece distante sino que le sale al encuentro. Este salir al encuentro del hombre, que culmina en la encarnación del Hijo, es su misericordia; es su modo de expresarse con nosotros, que somos pecadores, es su rostro que nos mira y vela por nosotros. El programa de Jesús –está escrito en la encíclica– es «un "corazón que ve". Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia» (Deus caritas est, 31). Caridad y misericordia están tan estrechamente vinculadas porque son el modo de ser y de actuar de Dios: su identidad y su nombre.
El primer aspecto que la encíclica nos recuerda es precisamente el rostro de Dios: quién es el Dios que podemos encontrar en Cristo, cuán fiel e insuperable es su amor: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Cualquier forma de amor, de solidaridad, de compartir es sólo un reflejo de la caridad que es Dios. Él derrama incansablemente su caridad sobre nosotros y nosotros estamos llamados a ser testigos de este amor en el mundo. Por eso, debemos ver la caridad divina como la brújula que orienta nuestra vida, antes de encaminarnos en cualquier actividad: en ella encontramos la dirección, de ella aprendemos cómo mirar a los hermanos y al mundo. «Ubi amor, ibi oculus», decían los hombres medievales: donde está el amor, está la capacidad de ver. Sólo «si permanecemos en su amor» (cf. Jn 15, 1-17), sabremos comprender y amar a quien vive a nuestro lado.
La encíclica –y este es el segundo aspecto que quisiera subrayar– nos recuerda que esta caridad quiere verse reflejada cada vez más en la vida de la Iglesia. Cuánto desearía que en la Iglesia cada fiel, cada institución, cada actividad revelara que Dios ama al hombre. La misión que desempeñan nuestros organismos de caridad es importante, porque acercan a muchas personas pobres a una vida más digna, más humana, y esto es algo muy necesario; es una misión importantísima porque, no con palabras, sino con el amor concreto puede hacer sentir a todo hombre que el Padre le ama, que es hijo suyo, destinado a la vida eterna con Dios. Quisiera dar las gracias a todos aquellos que trabajan diariamente en esta misión, que interpela a todo cristiano. En este Año jubilar he querido resaltar que todos podemos vivir la gracia del Jubileo, precisamente poniendo in práctica las obras de misericordia corporales y espirituales: vivir las obras de misericordia significa conjugar el verbo amar como lo hizo Jesús. Y así, todos juntos, contribuimos concretamente a la gran misión de la Iglesia de comunicar el amor de Dios, que desea extenderse.
Queridos hermanos y hermanas, la encíclica Deus caritas est conserva intacta la frescura de su mensaje, con el que indica la perspectiva siempre actual para el camino de la Iglesia. Y todos seremos cristianos más auténticos cuanto más vivamos con este espíritu.
Les agradezco de nuevo su trabajo y todo lo que puedan realizar en esta misión de caridad. Que les asista siempre la Virgen Madre y les acompañe mi bendición. Por favor, hagan un acto de caridad y no se olviden de rezar por mí. Gracias.
Del Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Domingo 4 de noviembre de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo (Mc 12, 28-34) nos vuelve a proponer la enseñanza de Jesús sobre el mandamiento más grande: el mandamiento del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo. Los santos, a quienes hace poco hemos celebrado todos juntos en una única fiesta solemne, son justamente los que, confiando en la gracia de Dios, buscan vivir según esta ley fundamental. En efecto, el mandamiento del amor lo puede poner en práctica plenamente quien vive en una relación profunda con Dios, precisamente como el niño se hace capaz de amar a partir de una buena relación con la madre y el padre. San Juan de Ávila, a quien hace poco proclamé Doctor de la Iglesia, escribe al inicio de su Tratado del amor de Dios: "La causa que más mueve al corazón con el amor de Dios es considerar el amor que nos tiene este Señor... –dice–. Más mueve al corazón el amor que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, dale algo de lo que tiene: más el que ama da a sí mismo con lo que tiene, sin que le quede nada por dar" (n. 1). Antes que un mandato –el amor no es un mandato– es un don, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar, de forma que, como una semilla, pueda germinar también dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida.
Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos sólo cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan cuándo se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y sólo el bien y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor. Pero se da también el recorrido inverso: que abriéndome al otro tal como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro también a conocer a Dios, a sentir que Él existe y es bueno. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y se encuentran en relación recíproca. Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal. En la Eucaristía Él nos dona este doble amor, donándose Él mismo, a fin de que, alimentados de este Pan, nos amemos los unos a los otros como Él nos amó.
Queridos amigos: por intercesión de la Virgen María oremos para que cada cristiano sepa mostrar su fe en el único Dios verdadero con un testimonio límpido de amor al prójimo.
DIRECTORIO HOMILÉTICO
Lecturas del XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B (Lec. I B).
PRIMERA LECTURA Dt 6, 2-6
Escucha Israel: Amarás al Señor con todo tu corazón
Lectura del libro del Deuteronomio.
Moisés habló al pueblo diciendo:
«Teme al Señor, tu Dios, tú, tus hijos y nietos, y observa todos sus mandatos y preceptos, que yo te mando, todos los días de tu vida, a fin de que se prolonguen tus días. Escucha, pues, Israel, y esmérate en practicarlos, a fin de que te vaya bien y te multipliques, como te prometió el Señor, Dios de tus padres, en la tierra que mana leche y miel.
Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón».
«Teme al Señor, tu Dios, tú, tus hijos y nietos, y observa todos sus mandatos y preceptos, que yo te mando, todos los días de tu vida, a fin de que se prolonguen tus días. Escucha, pues, Israel, y esmérate en practicarlos, a fin de que te vaya bien y te multipliques, como te prometió el Señor, Dios de tus padres, en la tierra que mana leche y miel.
Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón».
Palabra de Dios.
R.Te alabamos, Señor.
Salmo responsorialSal 171 2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab (R.: 2)
R.
Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza. | Díligam te, Domine, fortitúdo mea. |
V. Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza;
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. R.
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. R.
Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza. | Díligam te, Domine, fortitúdo mea. |
V.Dios mío, peña mía, refugio mío,
escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza
y quedo libre de mis enemigos. R.
escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza
y quedo libre de mis enemigos. R.
Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza. | Díligam te, Domine, fortitúdo mea. |
V.Viva el Señor, bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador:
Tú diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu ungido. R.
sea ensalzado mi Dios y Salvador:
Tú diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu ungido. R.
Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza. | Díligam te, Domine, fortitúdo mea. |
SEGUNDA LECTURAHeb 7,23-28
Como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa
Lectura de la carta a los Hebreos.
Hermanos:
Ha habido multitud de sacerdotes de la anterior Alianza, porque la muerte les impedía permanecer; en cambio, Jesús, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos.
Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo.
Él no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
En efecto, la ley hace sumos sacerdotes a hombres llenos de debilidades. En cambio, la palabra del juramento, posterior a la ley, consagra al Hijo, perfecto para siempre.
Ha habido multitud de sacerdotes de la anterior Alianza, porque la muerte les impedía permanecer; en cambio, Jesús, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos.
Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo.
Él no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
En efecto, la ley hace sumos sacerdotes a hombres llenos de debilidades. En cambio, la palabra del juramento, posterior a la ley, consagra al Hijo, perfecto para siempre.
Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.
AleluyaCf. Jn 14, 23
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. El que me ama guardará mi palabra –dice el Señor–, y mi Padre lo amará, y vendremos a él. R. | Si quis díligit me, sermónem meum servábit, dicit Dóminus; et Pater meus díliget eum, et ad eum veniémus. |
EVANGELIOMc 12, 28b-34
Amarás al Señor, tu Dios. Amarás a tu prójimo
╬Lectura del santo Evangelio según san Marcos
R. Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó:
«¿Qué mandamiento es el primero de todos?».
Respondió Jesús:
«El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos».
El escriba replicó:
«Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
«No estás lejos del reino de Dios».
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
«¿Qué mandamiento es el primero de todos?».
Respondió Jesús:
«El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos».
El escriba replicó:
«Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
«No estás lejos del reino de Dios».
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Palabra del Señor.
R.Gloria a ti, Señor.
Del Papa Francisco
Desenmascarando ídolos ocultos
Jueves 6 de junio de 2013
Descubrir "los ídolos ocultos en los numerosos dobleces que tenemos en nuestra personalidad", "expulsar los ídolos de la mundanidad, que nos convierte en enemigos de Dios": fue la invitación del Papa Francisco durante la misa matutina del 6 de junio, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.
La exhortación a emprender "el camino del amor a Dios", a ponerse en "camino para llegar" a su Reino, fue la coronación de una reflexión centrada en el Evangelio de Marcos (Mc 12, 28-34), cuando Jesús responde al escriba que le interroga sobre cuál es el más importante de los mandamientos. La primera observación del Pontífice fue que Jesús no responde con una explicación, sino que usa la Palabra de Dios: "¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor".
"La confesión de Dios se realiza en la vida, en el camino de la vida; no basta decir –advirtió el Papa–: yo creo en Dios, el único"; sino que requiere preguntarse cómo se vive este mandamiento. En realidad, con frecuencia se sigue "viviendo como si Él no fuera el único Dios" y como si existieran "otras divinidades a nuestra disposición". Es lo que el Papa Francisco define como "el peligro de la idolatría", la cual "llega a nosotros con el espíritu del mundo".
Pero ¿cómo desenmascarar estos ídolos? El Santo Padre ofreció un criterio de valoración: son los que llevan a contrariar el mandamiento "¡Escucha, Israel! El Señor nuestro Dios es el único Señor". Por ello "el camino del amor a Dios –amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma– es un camino de amor; es un camino de fidelidad". Hasta el punto de que "al Señor le complace hacer la comparación de este camino con el amor nupcial". Y esta fidelidad nos impone "expulsar los ídolos, descubrirlos", porque existen y están bien "ocultos, en nuestra personalidad, en nuestro modo de vivir"; y nos hacen infieles en el amor.
Jesús propone "un camino de fidelidad", según una expresión que el Papa Francisco encuentra en una de las cartas del apóstol Pablo a Timoteo: "Si no eres fiel al Señor, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo. Él es la fidelidad plena. Él no puede ser infiel. Tanto es el amor que tiene por nosotros". Mientras que nosotros, "con las pequeñas o no tan pequeñas idolatrías que tenemos, con el amor al espíritu del mundo", podemos llegar a ser infieles. La fidelidad es la esencia de Dios que nos ama.
Congreso 10º aniversario «Deus caritas est»
Viernes 26 de febrero de 2016.
Queridos hermanos y hermanas:
Les doy la bienvenida a esta audiencia al fin de su Congreso Internacional sobre el tema: «La caridad no pasará jamás (1Co 13, 8). Perspectivas a los 10 años de la encíclica Deus caritas est», organizado por el Consejo pontificio Cor Unum, y agradezco a mons. Dal Toso las palabras de saludo que me ha dirigido en nombre de todos ustedes.
La primera encíclica del papa Benedicto XVI trata un tema que permite recorrer toda la historia de la Iglesia que, entre otras cosas, es una historia de caridad. Es la historia del amor que hemos recibido de Dios y debemos llevar al mundo: esta caridad recibida y dada es el fundamento de la historia de la Iglesia y de la historia de cada uno de nosotros. El acto de caridad, en efecto, no es sólo una limosna para limpiar la propia conciencia; incluye «una atención de amor puesta en el otro» (cfr. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 199), al que considera «como uno consigo» (cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 27, a. 2) y desea compartir la amistad con Dios. La caridad, por tanto, está en el centro de la vida de la Iglesia, y es verdaderamente su corazón, como decía santa Teresa del Niño Jesús. Para cada uno de los fieles, como para la comunidad cristiana en su conjunto, vale la palabra de Jesús, según la cual la caridad es el primer mandamiento y el más alto: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser? Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 30-31).
El Año jubilar que estamos viviendo nos brinda también la ocasión de volver a este corazón palpitante de nuestra vida y de nuestro testimonio, al centro del anuncio de fe: «Dios es amor» (1Jn 4, 8.16). Dios no tiene simplemente el deseo o la capacidad de amar; Dios es caridad: la caridad es su esencia, su naturaleza. Él es único, pero no es solitario; no puede estar solo, no puede cerrarse en sí mismo, porque es comunión, es caridad, y la caridad por naturaleza se comunica, se difunde. Así, Dios asocia al hombre a su vida de amor y, aunque el hombre se aleje de él, él no permanece distante sino que le sale al encuentro. Este salir al encuentro del hombre, que culmina en la encarnación del Hijo, es su misericordia; es su modo de expresarse con nosotros, que somos pecadores, es su rostro que nos mira y vela por nosotros. El programa de Jesús –está escrito en la encíclica– es «un "corazón que ve". Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia» (Deus caritas est, 31). Caridad y misericordia están tan estrechamente vinculadas porque son el modo de ser y de actuar de Dios: su identidad y su nombre.
El primer aspecto que la encíclica nos recuerda es precisamente el rostro de Dios: quién es el Dios que podemos encontrar en Cristo, cuán fiel e insuperable es su amor: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Cualquier forma de amor, de solidaridad, de compartir es sólo un reflejo de la caridad que es Dios. Él derrama incansablemente su caridad sobre nosotros y nosotros estamos llamados a ser testigos de este amor en el mundo. Por eso, debemos ver la caridad divina como la brújula que orienta nuestra vida, antes de encaminarnos en cualquier actividad: en ella encontramos la dirección, de ella aprendemos cómo mirar a los hermanos y al mundo. «Ubi amor, ibi oculus», decían los hombres medievales: donde está el amor, está la capacidad de ver. Sólo «si permanecemos en su amor» (cf. Jn 15, 1-17), sabremos comprender y amar a quien vive a nuestro lado.
La encíclica –y este es el segundo aspecto que quisiera subrayar– nos recuerda que esta caridad quiere verse reflejada cada vez más en la vida de la Iglesia. Cuánto desearía que en la Iglesia cada fiel, cada institución, cada actividad revelara que Dios ama al hombre. La misión que desempeñan nuestros organismos de caridad es importante, porque acercan a muchas personas pobres a una vida más digna, más humana, y esto es algo muy necesario; es una misión importantísima porque, no con palabras, sino con el amor concreto puede hacer sentir a todo hombre que el Padre le ama, que es hijo suyo, destinado a la vida eterna con Dios. Quisiera dar las gracias a todos aquellos que trabajan diariamente en esta misión, que interpela a todo cristiano. En este Año jubilar he querido resaltar que todos podemos vivir la gracia del Jubileo, precisamente poniendo in práctica las obras de misericordia corporales y espirituales: vivir las obras de misericordia significa conjugar el verbo amar como lo hizo Jesús. Y así, todos juntos, contribuimos concretamente a la gran misión de la Iglesia de comunicar el amor de Dios, que desea extenderse.
Queridos hermanos y hermanas, la encíclica Deus caritas est conserva intacta la frescura de su mensaje, con el que indica la perspectiva siempre actual para el camino de la Iglesia. Y todos seremos cristianos más auténticos cuanto más vivamos con este espíritu.
Les agradezco de nuevo su trabajo y todo lo que puedan realizar en esta misión de caridad. Que les asista siempre la Virgen Madre y les acompañe mi bendición. Por favor, hagan un acto de caridad y no se olviden de rezar por mí. Gracias.
ÁNGELUS, Domingo 4 de noviembre de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo (Mc 12, 28-34) nos vuelve a proponer la enseñanza de Jesús sobre el mandamiento más grande: el mandamiento del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo. Los santos, a quienes hace poco hemos celebrado todos juntos en una única fiesta solemne, son justamente los que, confiando en la gracia de Dios, buscan vivir según esta ley fundamental. En efecto, el mandamiento del amor lo puede poner en práctica plenamente quien vive en una relación profunda con Dios, precisamente como el niño se hace capaz de amar a partir de una buena relación con la madre y el padre. San Juan de Ávila, a quien hace poco proclamé Doctor de la Iglesia, escribe al inicio de su Tratado del amor de Dios: "La causa que más mueve al corazón con el amor de Dios es considerar el amor que nos tiene este Señor... –dice–. Más mueve al corazón el amor que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, dale algo de lo que tiene: más el que ama da a sí mismo con lo que tiene, sin que le quede nada por dar" (n. 1). Antes que un mandato –el amor no es un mandato– es un don, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar, de forma que, como una semilla, pueda germinar también dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida.
Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos sólo cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan cuándo se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y sólo el bien y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor. Pero se da también el recorrido inverso: que abriéndome al otro tal como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro también a conocer a Dios, a sentir que Él existe y es bueno. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y se encuentran en relación recíproca. Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal. En la Eucaristía Él nos dona este doble amor, donándose Él mismo, a fin de que, alimentados de este Pan, nos amemos los unos a los otros como Él nos amó.
Queridos amigos: por intercesión de la Virgen María oremos para que cada cristiano sepa mostrar su fe en el único Dios verdadero con un testimonio límpido de amor al prójimo.
DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica
Ciclo B. Trigésimo primer domingo del Tiempo Ordinario
Los Mandamientos exhortan a la respuesta del amor
2083 Jesús resumió los deberes del hombre para con Dios en estas palabras: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente" (Mt 22, 37; cf Lc 10, 27: "… y con todas tus fuerzas"). Estas palabras siguen inmediatamente a la llamada solemne: "Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor" (Dt 6, 4).
Dios amó primero. El amor del Dios Unico es recordado en la primera de las "diez palabras". Los mandamientos explicitan a continuación la respuesta de amor que el hombre está llamado a dar a su Dios.
El primer Mandamiento
2052 "Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?" Al joven que le hace esta pregunta, Jesús responde primero invocando la necesidad de reconocer a Dios como "el único Bueno", como el Bien por excelencia y como la fuente de todo bien. Luego Jesús le declara: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos". Y cita a su interlocutor los preceptos que se refieren al amor del prójimo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso, honra a tu padre y a tu madre". Finalmente, Jesús resume estos mandamientos de una manera positiva: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 19, 16–19).
La caridad
2093 La fe en el amor de Dios encierra la llamada y la obligación de responder a la caridad divina mediante un amor sincero. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por él y a causa de él (cf Dt 6, 4-5).
2094 Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios. La indiferencia olvida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción preveniente y niega su fuerza. La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y devolverle amor por amor. La tibieza es una vacilación o una negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino. El odio de Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas.
El Sacramento del Orden en la economía de la salvación
El sacerdocio de la Antigua Alianza
1539El pueblo elegido fue constituido por Dios como "un reino de sacerdotes y una nación consagrada" (Ex 19, 6; cf Is 61, 6). Pero dentro del pueblo de Israel, Dios escogió una de las doce tribus, la de Leví, para el servicio litúrgico (cf. Nm 1, 48-53); Dios mismo es la parte de su herencia (cf. Jos 13, 33). Un rito propio consagró los orígenes del sacerdocio de la Antigua Alianza (cf Ex 29, 1-30; Lv 8). En ella los sacerdotes fueron establecidos "para intervenir en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados" (Hb 5, 1).
1540Instituido para anunciar la palabra de Dios (cf Ml 2, 7-9) y para restablecer la comunión con Dios mediante los sacrificios y la oración, este sacerdocio de la Antigua Alianza, sin embargo, era incapaz de realizar la salvación, por lo cual tenía necesidad de repetir sin cesar los sacrificios, y no podía alcanzar una santificación definitiva (cf. Hb 5, 3; Hb 7, 27; Hb 10, 1-4), que sólo podría alcanzada por el sacrificio de Cristo.
1541No obstante, la liturgia de la Iglesia ve en el sacerdocio de Aarón y en el servicio de los levitas, así como en la institución de los setenta "ancianos" (cf Nm 11, 24-25), prefiguraciones del ministerio ordenado de la Nueva Alianza. Por ello, en el rito latino la Iglesia se dirige a Dios en la oración consecratoria de la ordenación de los obispos de la siguiente manera:
"Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo… has establecido las reglas de la Iglesia: elegiste desde el principio un pueblo santo, descendiente de Abraham, y le diste reyes y sacerdotes que cuidaran del servicio de tu santuario… "
1542En la ordenación de presbíteros, la Iglesia ora:
"Señor, Padre Santo… en la Antigua Alianza se fueron perfeccionando a través de los signos santos los grados del sacerdocio… cuando a los sumos sacerdotes, elegidos para regir el pueblo, les diste compañeros de menor orden y dignidad, para que les ayudaran como colaboradores… multiplicaste el espíritu de Moisés, comunicándolo a los setenta varones prudentes con los cuales gobernó fácilmente un pueblo numeroso. Así también transmitiste a los hijos de Aarón la abundante plenitud otorgada a su padre".
1543Y en la oración consecratoria para la ordenación de diáconos, la Iglesia confiesa:
"Dios Todopoderoso… tú haces crecer a la Iglesia… la edificas como templo de tu gloria… así estableciste que hubiera tres órdenes de ministros para tu servicio, del mismo modo que en la Antigua Alianza habías elegido a los hijos de Leví para que sirvieran al templo, y, como herencia, poseyeran una bendición eterna".
El único sacerdocio de Cristo
1544Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, "único mediador entre Dios y los hombres" (1Tm 2, 5). Melquisedec, "sacerdote del Altísimo" (Gn 14, 18), es considerado por la Tradición cristiana como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único "Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec" (Hb 5, 10; Hb 6, 20), "santo, inocente, inmaculado" (Hb 7, 26), que, "mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados" (Hb 10, 14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz.
1545El sacrificio redentor de Cristo es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace presente en el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Lo mismo acontece con el único sacerdocio de Cristo: se hace presente por el sacerdocio ministerial sin que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de Cristo: "Et ideo solus Christus est verus sacerdos, alii autem ministri eius" ("Y por eso sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos", S. Tomás de A. Hebr. 7, 4).
Dos modos de participar en el único sacerdocio de Cristo
1546 Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia "un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 6; cf. Ap 5, 9-10; 1P 2, 5. 9). Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son "consagrados para ser… un sacerdocio santo" (LG 10).
1547El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, "aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo" (LG 10). ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden.
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