LITURGIA DE LA PALABRA
Papa Francisco
ÁNGELUS, III Domingo de Cuaresma, 28 de febrero de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cada día, lamentablemente, las crónicas presentan malas noticias: homicidios, accidentes, catástrofes… En el pasaje evangélico de hoy, Jesús se refiere a dos hechos trágicos que en ese tiempo habían suscitado gran impacto: una represión cruenta realizada por los soldados romanos en el templo y el derrumbe de la torre de Siloé, en Jerusalén, que había causado dieciocho víctimas (cf. Lc 13, 1-5).
Jesús conoce la mentalidad supersticiosa de su auditorio y sabe que ellos interpretan de modo equivocado ese tipo de hechos. En efecto, piensan que, si esos hombres murieron cruelmente, es signo de que Dios los castigó por alguna culpa grave que habían cometido; o sea: «se lo merecían». Y, en cambio, el hecho de salvarse de la desgracia equivalía a sentirse «sin falta». Ellos «se lo merecían»; yo no «tengo faltas».
Jesús rechaza completamente esta visión, porque Dios no permite las tragedias para castigar las culpas, y afirma que esas pobres víctimas no eran de ninguna manera peores que las demás. Más bien, Él invita a sacar de estos hechos dolorosos una advertencia referida a todos, porque todos somos pecadores. En efecto, así lo dice a quienes lo habían interrogado: «Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (v. 3).
También hoy, ante ciertas desgracias y lutos, podemos ser tentados de «descargar» la responsabilidad sobre las víctimas, o, es más, sobre Dios mismo. Pero el Evangelio nos invita a reflexionar: ¿qué idea nos hemos hecho de Dios? ¿Estamos convencidos de que Dios es así? O, ¿no se trata de una proyección nuestra, de un dios hecho «a nuestra imagen y semejanza»? Jesús, al contrario, nos llama a cambiar el corazón, a hacer un cambio radical en el camino de nuestra vida, abandonando las componendas con el mal –y esto lo hacemos todos, las componendas con el mal–, las hipocresías –creo que casi todos tenemos al menos un trocito de hipocresía–, para emprender con firmeza el camino del Evangelio. Pero, he aquí de nuevo la tentación de justificarnos: «¿De qué cosa deberíamos convertirnos? Considerándolo bien, ¿no somos buena gente?». Cuántas veces hemos pensado esto: «Pero, considerándolo bien, yo soy de los buenos, soy de las buenas –¿no es así?–. ¿No somos de los creyentes, incluso bastante practicantes?». Y así creemos que estamos justificados.
Lamentablemente, cada uno de nosotros se parece mucho a un árbol que, durante años, ha dado múltiples pruebas de su esterilidad. Pero, afortunadamente, Jesús se parece a ese campesino que, con una paciencia sin límites, obtiene una vez más una prórroga para la higuera infecunda: «Déjala por este año todavía –dijo al dueño– [?] Por si da fruto en adelante» (v. 9). Un «año» de gracia: el tiempo del ministerio de Cristo, el tiempo de la Iglesia antes de su retorno glorioso, el tiempo de nuestra vida, marcado por un cierto número de Cuaresmas, que se nos ofrecen como ocasiones de revisión y de salvación, el tiempo de un Año Jubilar de la Misericordia. La invencible paciencia de Jesús. ¿Habéis pensado en la paciencia de Dios? ¿Habéis pensado también en su obstinada preocupación por los pecadores? ¡Cómo es que aún vivimos con impaciencia en relación a nosotros mismos! Nunca es demasiado tarde para convertirse, ¡nunca! Hasta el último momento: la paciencia de Dios nos espera. Recordad esa pequeña historia de santa Teresa del Niño Jesús, cuando rezaba por el hombre condenado a muerte, un criminal, que no quería recibir el consuelo de la Iglesia, rechazaba al sacerdote, no lo quería: quería morir así. Y ella, en el convento, rezaba. Y cuando ese hombre estaba allí, precisamente en el momento de ser asesinado, se dirige al sacerdote, toma el Crucifijo y lo besa. ¡La paciencia de Dios! Y hace lo mismo también con nosotros, ¡con todos nosotros! Cuántas veces –nosotros no lo sabemos, lo sabremos en el cielo–, cuántas veces nosotros estamos ahí, ahí? [a punto de caer] y el Señor nos salva: nos salva porque tiene una gran paciencia con nosotros. Y esta es su misericordia. Nunca es tarde para convertirnos, pero es urgente, ¡es ahora! Comencemos hoy.
Que la Virgen María nos sostenga, para que podamos abrir el corazón a la gracia de Dios, a su misericordia; y nos ayude a nunca juzgar a los demás, sino a dejarnos provocar por las desgracias de cada día para hacer un serio examen de conciencia y arrepentirnos.
Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Plaza de San Pedro, Domingo 7 de marzo de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta el tema de la conversión. En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo, Moisés, mientras pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se acerca para observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e, invitándolo a tomar conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las sandalias, porque ese lugar es santo. "Yo soy el Dios de tu padre –le dice la voz– el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob"; y añade: "Yo soy el que soy" (Ex 3, 6.14). Dios se manifiesta de distintos modos también en la vida de cada uno de nosotros. Para poder reconocer su presencia, sin embargo, es necesario que nos acerquemos a él conscientes de nuestra miseria y con profundo respeto. De lo contrario, somos incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión con él. Como escribe el Apóstol san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento nuestro: nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de suficiencia y ligereza, sino a quien es pobre y humilde ante él.
En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús es interpelado acerca de algunos hechos luctuosos: el asesinato, dentro del templo, de algunos galileos por orden de Poncio Pilato y la caída de una torre sobre algunos transeúntes (cf. Lc 13, 1-5). Frente a la fácil conclusión de considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de las culpas personales de quien las sufre, afirma: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 2-3). Jesús invita a hacer una lectura distinta de esos hechos, situándolos en la perspectiva de la conversión: las desventuras, los acontecimientos luctuosos, no deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables, sino que deben representar una ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el compromiso de cambiar de vida. Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna. Pero la posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más grande.
Queridos amigos, recemos a María santísima, que nos acompaña en el itinerario cuaresmal, a fin de que ayude a cada cristiano a volver al Señor de todo corazón. Que sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la voluntad de Dios en nuestra vida.
ÁNGELUS, Domingo 11 de marzo de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
La página del evangelio de san Lucas, que se proclama en este tercer domingo de Cuaresma, refiere el comentario de Jesús sobre dos hechos de crónica. El primero: la revuelta de algunos galileos, que Pilato reprimió de modo sangriento; el segundo, el desplome de una torre en Jerusalén, que causó dieciocho víctimas. Dos acontecimientos trágicos muy diversos: uno, causado por el hombre; el otro, accidental. Según la mentalidad del tiempo, la gente tendía a pensar que la desgracia se había abatido sobre las víctimas a causa de alguna culpa grave que habían cometido. Jesús, en cambio, dice: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos?... O aquellos dieciocho, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?" (Lc 13, 2. 4). En ambos casos, concluye: "No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 3. 5).
Por tanto, el mensaje que Jesús quiere transmitir a sus oyentes es la necesidad de la conversión. No la propone en términos moralistas, sino realistas, como la única respuesta adecuada a acontecimientos que ponen en crisis las certezas humanas. Ante ciertas desgracias -advierte- no se ha de atribuir la culpa a las víctimas. La verdadera sabiduría es, más bien, dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y asumir una actitud de responsabilidad: hacer penitencia y mejorar nuestra vida. Esta es sabiduría, esta es la respuesta más eficaz al mal, en cualquier nivel, interpersonal, social e internacional. Cristo invita a responder al mal, ante todo, con un serio examen de conciencia y con el compromiso de purificar la propia vida. De lo contrario -dice- pereceremos, pereceremos todos del mismo modo.
En efecto, las personas y las sociedades que viven sin cuestionarse jamás tienen como único destino final la ruina. En cambio, la conversión, aunque no libra de los problemas y de las desgracias, permite afrontarlos de "modo" diverso. Ante todo, ayuda a prevenir el mal, desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el bien, si no siempre en el plano de los hechos -que a veces son independientes de nuestra voluntad-, ciertamente en el espiritual. En síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre puede evitar sus consecuencias.
Pidamos a María santísima, que nos acompaña y nos sostiene en el itinerario cuaresmal, que ayude a todos los cristianos a redescubrir la grandeza, yo diría, la belleza de la conversión. Que nos ayude a comprender que hacer penitencia y corregir la propia conducta no es simple moralismo, sino el camino más eficaz para mejorarse a sí mismo y mejorar la sociedad. Lo expresa muy bien una feliz sentencia: Es mejor encender una cerilla que maldecir la oscuridad.
Lecturas del III Domingo de Cuaresma, ciclo C (Lec. I C).
PRIMERA LECTURA Éx 3, 1-8a. 13-15
“Yo soy” me envía a vosotros
Lectura del libro del Éxodo.
En aquellos días, Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando
por el desierto hasta llegar a Horeb, la montaña de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse.
Moisés se dijo
«Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza».
Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza:
«Moisés, Moisés».
Respondió él:
«Aquí estoy».
Dijo Dios:
«No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado».
Y añadió:
«Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob».
Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios.
El Señor le dijo:
«He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos.
He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel».
Moisés replicó a Dios:
«Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”. Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les respondo?».
Dios dijo a Moisés:
«“Yo soy el que Soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros».
Dios añadió:
«Esto dirás a los hijos de Israel: “El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación”».
por el desierto hasta llegar a Horeb, la montaña de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse.
Moisés se dijo
«Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza».
Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza:
«Moisés, Moisés».
Respondió él:
«Aquí estoy».
Dijo Dios:
«No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado».
Y añadió:
«Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob».
Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios.
El Señor le dijo:
«He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos.
He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel».
Moisés replicó a Dios:
«Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”. Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les respondo?».
Dios dijo a Moisés:
«“Yo soy el que Soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros».
Dios añadió:
«Esto dirás a los hijos de Israel: “El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación”».
Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.
Salmo responsorialSal 102, 1b-2. 3-4. 6-7. 8 y 11 (R.: 8a)
R.El Señor es compasivo y misericordioso.
Miserátor et miséricors Dóminus.
V. Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.
R. El Señor es compasivo y misericordioso.
Miserátor et miséricors Dóminus.
V.Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura.
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura.
R. El Señor es compasivo y misericordioso.
Miserátor et miséricors Dóminus.
V.El Señor hace justicia
y defiende a todos los oprimidos;
enseñó sus caminos a Moisés
y sus hazañas a los hijos de Israel.
y defiende a todos los oprimidos;
enseñó sus caminos a Moisés
y sus hazañas a los hijos de Israel.
R. El Señor es compasivo y misericordioso.
Miserátor et miséricors Dóminus.
V.El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia.
Como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre los que lo temen.
lento a la ira y rico en clemencia.
Como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre los que lo temen.
R. El Señor es compasivo y misericordioso.
Miserátor et miséricors Dóminus.
Miserátor et miséricors Dóminus.
SEGUNDA LECTURA 1 Cor 10, 1-6. 10-12
La vida del pueblo con Moisés en el desierto fue escrita para escarmiento nuestro
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.
No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y
todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.
Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador.
Todo esto les sucedía alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer.
todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.
Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador.
Todo esto les sucedía alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer.
Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.
Versículo antes del EvangelioMt 4, 17
Versículo antes del EvangelioMt 4, 17
Convertíos -dice el Señor-, porque está cerca el reino de los cielos.
Paeniténtiam ágite, dicit Dóminus; appropinquávit regnum caelórum.
Paeniténtiam ágite, dicit Dóminus; appropinquávit regnum caelórum.
EVANGELIOLc 13, 1-9
Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera
╬Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R.Gloria a ti, Señor.
En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús respondió:
«Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
Y les dijo esta parábola:
«Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
“Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”.
Pero el viñador respondió:
“Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».
Jesús respondió:
«Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
Y les dijo esta parábola:
«Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
“Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”.
Pero el viñador respondió:
“Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».
Palabra del Señor.
R. Gloria a señor Jesús.
Papa Francisco
ÁNGELUS, III Domingo de Cuaresma, 28 de febrero de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cada día, lamentablemente, las crónicas presentan malas noticias: homicidios, accidentes, catástrofes… En el pasaje evangélico de hoy, Jesús se refiere a dos hechos trágicos que en ese tiempo habían suscitado gran impacto: una represión cruenta realizada por los soldados romanos en el templo y el derrumbe de la torre de Siloé, en Jerusalén, que había causado dieciocho víctimas (cf. Lc 13, 1-5).
Jesús conoce la mentalidad supersticiosa de su auditorio y sabe que ellos interpretan de modo equivocado ese tipo de hechos. En efecto, piensan que, si esos hombres murieron cruelmente, es signo de que Dios los castigó por alguna culpa grave que habían cometido; o sea: «se lo merecían». Y, en cambio, el hecho de salvarse de la desgracia equivalía a sentirse «sin falta». Ellos «se lo merecían»; yo no «tengo faltas».
Jesús rechaza completamente esta visión, porque Dios no permite las tragedias para castigar las culpas, y afirma que esas pobres víctimas no eran de ninguna manera peores que las demás. Más bien, Él invita a sacar de estos hechos dolorosos una advertencia referida a todos, porque todos somos pecadores. En efecto, así lo dice a quienes lo habían interrogado: «Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (v. 3).
También hoy, ante ciertas desgracias y lutos, podemos ser tentados de «descargar» la responsabilidad sobre las víctimas, o, es más, sobre Dios mismo. Pero el Evangelio nos invita a reflexionar: ¿qué idea nos hemos hecho de Dios? ¿Estamos convencidos de que Dios es así? O, ¿no se trata de una proyección nuestra, de un dios hecho «a nuestra imagen y semejanza»? Jesús, al contrario, nos llama a cambiar el corazón, a hacer un cambio radical en el camino de nuestra vida, abandonando las componendas con el mal –y esto lo hacemos todos, las componendas con el mal–, las hipocresías –creo que casi todos tenemos al menos un trocito de hipocresía–, para emprender con firmeza el camino del Evangelio. Pero, he aquí de nuevo la tentación de justificarnos: «¿De qué cosa deberíamos convertirnos? Considerándolo bien, ¿no somos buena gente?». Cuántas veces hemos pensado esto: «Pero, considerándolo bien, yo soy de los buenos, soy de las buenas –¿no es así?–. ¿No somos de los creyentes, incluso bastante practicantes?». Y así creemos que estamos justificados.
Lamentablemente, cada uno de nosotros se parece mucho a un árbol que, durante años, ha dado múltiples pruebas de su esterilidad. Pero, afortunadamente, Jesús se parece a ese campesino que, con una paciencia sin límites, obtiene una vez más una prórroga para la higuera infecunda: «Déjala por este año todavía –dijo al dueño– [?] Por si da fruto en adelante» (v. 9). Un «año» de gracia: el tiempo del ministerio de Cristo, el tiempo de la Iglesia antes de su retorno glorioso, el tiempo de nuestra vida, marcado por un cierto número de Cuaresmas, que se nos ofrecen como ocasiones de revisión y de salvación, el tiempo de un Año Jubilar de la Misericordia. La invencible paciencia de Jesús. ¿Habéis pensado en la paciencia de Dios? ¿Habéis pensado también en su obstinada preocupación por los pecadores? ¡Cómo es que aún vivimos con impaciencia en relación a nosotros mismos! Nunca es demasiado tarde para convertirse, ¡nunca! Hasta el último momento: la paciencia de Dios nos espera. Recordad esa pequeña historia de santa Teresa del Niño Jesús, cuando rezaba por el hombre condenado a muerte, un criminal, que no quería recibir el consuelo de la Iglesia, rechazaba al sacerdote, no lo quería: quería morir así. Y ella, en el convento, rezaba. Y cuando ese hombre estaba allí, precisamente en el momento de ser asesinado, se dirige al sacerdote, toma el Crucifijo y lo besa. ¡La paciencia de Dios! Y hace lo mismo también con nosotros, ¡con todos nosotros! Cuántas veces –nosotros no lo sabemos, lo sabremos en el cielo–, cuántas veces nosotros estamos ahí, ahí? [a punto de caer] y el Señor nos salva: nos salva porque tiene una gran paciencia con nosotros. Y esta es su misericordia. Nunca es tarde para convertirnos, pero es urgente, ¡es ahora! Comencemos hoy.
Que la Virgen María nos sostenga, para que podamos abrir el corazón a la gracia de Dios, a su misericordia; y nos ayude a nunca juzgar a los demás, sino a dejarnos provocar por las desgracias de cada día para hacer un serio examen de conciencia y arrepentirnos.
ÁNGELUS, Plaza de San Pedro, Domingo 7 de marzo de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta el tema de la conversión. En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo, Moisés, mientras pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se acerca para observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e, invitándolo a tomar conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las sandalias, porque ese lugar es santo. "Yo soy el Dios de tu padre –le dice la voz– el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob"; y añade: "Yo soy el que soy" (Ex 3, 6.14). Dios se manifiesta de distintos modos también en la vida de cada uno de nosotros. Para poder reconocer su presencia, sin embargo, es necesario que nos acerquemos a él conscientes de nuestra miseria y con profundo respeto. De lo contrario, somos incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión con él. Como escribe el Apóstol san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento nuestro: nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de suficiencia y ligereza, sino a quien es pobre y humilde ante él.
En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús es interpelado acerca de algunos hechos luctuosos: el asesinato, dentro del templo, de algunos galileos por orden de Poncio Pilato y la caída de una torre sobre algunos transeúntes (cf. Lc 13, 1-5). Frente a la fácil conclusión de considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de las culpas personales de quien las sufre, afirma: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 2-3). Jesús invita a hacer una lectura distinta de esos hechos, situándolos en la perspectiva de la conversión: las desventuras, los acontecimientos luctuosos, no deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables, sino que deben representar una ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el compromiso de cambiar de vida. Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna. Pero la posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más grande.
Queridos amigos, recemos a María santísima, que nos acompaña en el itinerario cuaresmal, a fin de que ayude a cada cristiano a volver al Señor de todo corazón. Que sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la voluntad de Dios en nuestra vida.
ÁNGELUS, Domingo 11 de marzo de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
La página del evangelio de san Lucas, que se proclama en este tercer domingo de Cuaresma, refiere el comentario de Jesús sobre dos hechos de crónica. El primero: la revuelta de algunos galileos, que Pilato reprimió de modo sangriento; el segundo, el desplome de una torre en Jerusalén, que causó dieciocho víctimas. Dos acontecimientos trágicos muy diversos: uno, causado por el hombre; el otro, accidental. Según la mentalidad del tiempo, la gente tendía a pensar que la desgracia se había abatido sobre las víctimas a causa de alguna culpa grave que habían cometido. Jesús, en cambio, dice: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos?... O aquellos dieciocho, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?" (Lc 13, 2. 4). En ambos casos, concluye: "No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo" (Lc 13, 3. 5).
Por tanto, el mensaje que Jesús quiere transmitir a sus oyentes es la necesidad de la conversión. No la propone en términos moralistas, sino realistas, como la única respuesta adecuada a acontecimientos que ponen en crisis las certezas humanas. Ante ciertas desgracias -advierte- no se ha de atribuir la culpa a las víctimas. La verdadera sabiduría es, más bien, dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y asumir una actitud de responsabilidad: hacer penitencia y mejorar nuestra vida. Esta es sabiduría, esta es la respuesta más eficaz al mal, en cualquier nivel, interpersonal, social e internacional. Cristo invita a responder al mal, ante todo, con un serio examen de conciencia y con el compromiso de purificar la propia vida. De lo contrario -dice- pereceremos, pereceremos todos del mismo modo.
En efecto, las personas y las sociedades que viven sin cuestionarse jamás tienen como único destino final la ruina. En cambio, la conversión, aunque no libra de los problemas y de las desgracias, permite afrontarlos de "modo" diverso. Ante todo, ayuda a prevenir el mal, desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el bien, si no siempre en el plano de los hechos -que a veces son independientes de nuestra voluntad-, ciertamente en el espiritual. En síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el pecado, aunque no siempre puede evitar sus consecuencias.
Pidamos a María santísima, que nos acompaña y nos sostiene en el itinerario cuaresmal, que ayude a todos los cristianos a redescubrir la grandeza, yo diría, la belleza de la conversión. Que nos ayude a comprender que hacer penitencia y corregir la propia conducta no es simple moralismo, sino el camino más eficaz para mejorarse a sí mismo y mejorar la sociedad. Lo expresa muy bien una feliz sentencia: Es mejor encender una cerilla que maldecir la oscuridad.
DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo C. Tercer domingo de Cuaresma.
Dios llama a Moisés, escucha la oración de su pueblo.
210 Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33, 12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YHWH" (Ex 33, 18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama: "YHWH, YHWH, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad" (Ex 34, 5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona (cf. Ex 34, 9).
2575 También aquí, Dios interviene, el primero. Llama a Moisés desde la zarza ardiendo (cf Ex 3, 1-10). Este acontecimiento quedará como una de las figuras principales de la oración en la tradición espiritual judía y cristiana. En efecto, si "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" llama a su servidor Moisés es que él es el Dios vivo que quiere la vida de los hombres. El se revela para salvarlos, pero no lo hace solo ni contra la voluntad de los hombres: llama a Moisés para enviarlo, para asociarlo a su compasión, a su obra de salvación. Hay como una imploración divina en esta misión, y Moisés, después de debatirse, acomodará su voluntad a la de Dios salvador. Pero en este diálogo en el que Dios se confía, Moisés aprende también a orar: se humilla, objeta, y sobre todo pide y, en respuesta a su petición, el Señor le confía su Nombre inefable que se revelará en sus grandes gestas.
2576 Pues bien, "Dios hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (Ex 33, 11). La oración de Moisés es típica de la oración contemplativa gracias a la cual el servidor de Dios es fiel a su misión. Moisés "habla" con Dios frecuentemente y durante largo rato, subiendo a la montaña para escucharle e implorarle, bajando hacia el pueblo para transmitirle las palabras de su Dios y guiarlo. "El es de toda confianza en mi casa; boca a boca hablo con él, abiertamente" (Nm 12, 7-8), porque "Moisés era un hombre humilde más que hombre alguno sobre la haz de la tierra" (Nm 12, 3).
2577 De esta intimidad con el Dios fiel, lento a la ira y rico en amor (cf Ex 34, 6), Moisés ha sacado la fuerza y la tenacidad de su intercesión. No pide por él, sino por el pueblo que Dios ha reunido. Moisés intercede ya durante el combate con los amalecitas (cf Ex 17, 8 - 13) o para obtener la curación de Myriam (cf Nm 12, 13-14). Pero es sobre todo después de la apostasía del pueblo cuando "se mantiene en la brecha" ante Dios (Sal 106, 23) para salvar al pueblo (cf Ex 32, 1-Ex 34, 9). Los argumentos de su oración (la intercesión es también un combate misterioso) inspirarán la audacia de los grandes orantes tanto del pueblo judío como de la Iglesia. Dios es amor, por tanto es justo y fiel; no puede contradecirse, debe acordarse de sus acciones maravillosas, su Gloria está en juego, no puede abandonar al pueblo que lleva su Nombre.
La observancia de la Ley prepara a la conversión.
1963 Según la tradición cristiana, la Ley santa (cf. Rm 7, 12), espiritual (cf Rm 7, 14) y buena (cf Rm 7, 16) es todavía imperfecta. Como un pedagogo (cf Ga 3, 24) muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre. Según S. Pablo tiene por función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma una "ley de concupiscencia" (cf Rm 7) en el corazón del hombre. No obstante, la Ley constituye la primera etapa en el camino del Reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano a la conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre, como la Palabra de Dios.
1964 La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. "La ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras" (S. Ireneo, haer. 4, 15, 1). Profetiza y presagia la obra de liberación del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo Testamento las imágenes, los "tipos", los símbolos para expresar la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los Cielos.
"Hubo… , bajo el régimen de la antigua alianza, gentes que poseían la caridad y la gracia del Espíritu Santo y aspiraban ante todo a las promesas espirituales y eternas, en lo cual se adherían a la ley nueva. Y al contrario, existen, en la nueva alianza, hombres carnales, alejados todavía de la perfección de la ley nueva: para incitarlos a las obras virtuosas, el temor del castigo y ciertas promesas temporales han sido necesarias, incluso bajo la nueva alianza. En todo caso, aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, por el cual "la caridad es difundida en nuestros corazones" (Rm 5, 5)" (S. Tomás de Aquino, s. th. 1-2, 107, 1 ad 2).
El mal y sus obras obstaculizan la vía de la salvación.
2851 En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El "diablo" ["dia-bolos"] es aquél que "se atraviesa" en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.
La lectura hipológica del Antiguo Testamento revela el Nuevo Testamento.
128 La Iglesia, ya en los tiempos apostólicos (cf. 1 Co 10, 6. 11; Hb 10, 1; 1 P 3, 21), y después constantemente en su tradición, esclareció la unidad del plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología. Esta reconoce en las obras de Dios en la Antigua Alianza prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado.
129 Los cristianos, por tanto, leen el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado. Esta lectura tipológica manifiesta el contenido inagotable del Antiguo Testamento. Ella no debe hacer olvidar que el Antiguo Testamento conserva su valor propio de revelación que nuestro Señor mismo reafirmó (cf. Mc 12, 29-31). Por otra parte, el Nuevo Testamento exige ser leído también a la luz del Antiguo. La catequesis cristiana primitiva recurrirá constantemente a él (cf. 1Co 5, 6-8; 1Co 10, 1-11). Según un viejo adagio, el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: "Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet" (S. Agustín, Hept. 2, 73; cf. DV 16).
130 La tipología significa un dinamismo que se orienta al cumplimiento del plan divino cuando "Dios sea todo en todos" (1 Co 15, 28). Así la vocación de los patriarcas y el Éxodo de Egipto, por ejemplo, no pierden su valor propio en el plan de Dios por el hecho de que son al mismo tiempo etapas intermedias.
1094 Sobre esta armonía de los dos Testamentos (cf DV 14-16) se articula la catequesis pascual del Señor (cf Lc 24, 13-49), y luego la de los Apóstoles y de los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de Cristo. Es llamada catequesis "tipológica", porque revela la novedad de Cristo a partir de "figuras" (tipos) que la anunciaban en los hechos, las palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras son explicadas (cf 2 Co 3, 14-16). Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el Bautismo (cf 1 P 3, 21), y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo (cf 1Co 10, 1-6); el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía "el verdadero Pan del Cielo" (Jn 6, 32).
Llevar el fruto
736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos "el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza"(Ga 5, 22-23). "El Espíritu es nuestra Vida": cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más "obramos también según el Espíritu" (Ga 5, 25):
"Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna" (San Basilio, Spir. 15, 36).
La comunión del Espíritu Santo
1108 La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15, 1-17; Ga 5, 22). En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1, 3-7).
1109 La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la Asamblea con el Misterio de Cristo. "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo" (2 Co 13, 13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.
1129 La Iglesia afirma que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son necesarios para ala salvación (cf Cc. de Trento: DS 1604). La "gracia sacramental" es la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo y propia de cada sacramento. El Espíritu cura y transforma a los que lo reciben conformándolos con el Hijo de Dios. El fruto de la vida sacramental consiste en que el Espíritu de adopción deifica (cf 2 P 1, 4) a los fieles uniéndolos vitalmente al Hijo único, el Salvador.
1521 La unión a la Pasión de Cristo. Por la gracia de este sacramento, el enfermo recibe la fuerza y el don de unirse más íntimamente a la Pasión de Cristo: en cierta manera es consagrado para dar fruto por su configuración con la Pasión redentora del Salvador. El sufrimiento, secuela del pecado original, recibe un sentido nuevo, viene a ser participación en la obra salvífica de Jesús.
1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios (cf La parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).
1852 La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: "Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios" (5, 19-21; cf Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1Tm 1, 9-10; 2Tm 3, 2-5).
"Sin mí no podéis hacer nada"
2074 Jesús dice: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).
2516 En el hombre, por que es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, tiene lugar una lucha de tendencias entre el "espíritu" y la "carne". Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y al mismo tiempo una confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual:
Para el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino que trata de las obras -mejor dicho, de las disposiciones estables- , virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello el apóstol escribe: "si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu" (Ga 5, 25) (Juan Pablo II, DeV 55).
2345 La castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un fruto de la obra espiritual (cf Ga 5, 22). El Espíritu Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo (cf 1Jn 3, 3).
2731 Otra dificultad, especialmente para los que quieren sinceramente orar, es la sequedad. Forma parte de la contemplación en la que el corazón está seco, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro. "El grano de trigo, si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Si la sequedad se debe a falta de raíz, porque la Palabra ha caído sobre roca, no hay éxito en el combate sin una mayor conversión (cf Lc 8, 6. 13).
Se diceCredo.
Oración de los fieles
Año C
Oremos al Señor nuestro Dios. Él es compasivo y misericordioso.
-Por la Iglesia, pueblo de Dios, que peregrina en la Cuaresma hacia la Pascua, para que sepa responder a la llamada de Dios en todo lo que sucede. Roguemos al Señor.
-Por todos los llamados, como Moisés, a ejercer cargos de responsabilidad al servicio de los demás, para que cumplan su gestión con la mayor generosidad de ánimo. Roguemos al Señor.
-Por todos los que sufren injusticias y han perdido la esperanza, para que sus quejas sean oídas. Roguemos la Señor.
-Por nosotros, para que no nos creamos seguros, sepamos comprender los signos de Dios y no se endurezca nuestro corazón. Roguemos al Señor.
Ten, Señor, paciencia con nosotros, perdona nuestras culpas, escucha nuestras súplicas. Por Jesucristo nuestro Señor.
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