Domingo 17 marzo 2019, Lecturas II Domingo de Cuaresma, ciclo C.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del II Domingo de Cuaresma, ciclo C (Lec. I C).

PRIMERA LECTURA Gén 15, 5-12. 17-18
Dios inició un pacto fiel con Abrahán
Lectura del libro del Génesis.

En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo:
«Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas».
Y añadió:
«Así será tu descendencia».
Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia.
Después le dijo:
«Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos, para darte en posesión esta tierra».
Él replicó:
«Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla?».
Respondió el Señor:
«Tráeme una novilla de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón».
Él los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrán los espantaba.
Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él.
El sol se puso y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.
Aquel día el Señor concertó alianza con Abrán en estos términos:
«A tu descendencia le daré esta tierra, desde el río de Egipto al gran río Éufrates».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 26, 1bcde. 7-8. 9abcd. 13-14 (R.: 1a)
R. El Señor es mi luz y mi salvación.
Dóminus illuminátio mea et salus mea.

V.El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
R.El Señor es mi luz y mi salvación.
Dóminus illuminátio mea et salus mea.

V.Escúchame, Señor,
que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor.
R.El Señor es mi luz y mi salvación.
Dóminus illuminátio mea et salus mea.

V.No me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo,
que tú eres mi auxilio;
no me deseches.
R.El Señor es mi luz y mi salvación.
Dóminus illuminátio mea et salus mea.

V.Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.
R.El Señor es mi luz y mi salvación.
Dóminus illuminátio mea et salus mea.

SEGUNDA LECTURA(forma larga) Flp 3, 17-4, 1
Cristo nos configurará según su cuerpo glorioso
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses.

Hermanos, sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros.
Porque —como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos— hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas.
Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo.
Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.
Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

SEGUNDA LECTURA(forma breve) Flp 3, 20-4, 1
Cristo nos configurará según su cuerpo glorioso
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses.

Hermanos:
Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo.
Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.
Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegria y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Versículo antes del Evangelio Cf. Lc 9, 35
En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo».
In splendénti nube, patérna vox audíta est; «Hic est Fílius meus diléctus; ipsum audíte».

EVANGELIO Lc 9, 28b-36
Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R.Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba,
el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.
De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía lo que decía.
Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube.
Y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
Audiencia general. Miércoles, 9 de enero de 2019.
El Padre nuestro IV
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La catequesis de hoy hace referencia al Evangelio de Lucas. De hecho, es sobre todo este Evangelio, desde los relatos de la infancia, el que describe la figura del Cristo en una atmósfera densa de oración. En él, están contenidos los tres himnos que marcan la oración de la iglesia cada día: el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis.
En esta catequesis sobre el Padre nuestro vamos adelante, vemos a Jesús como orante. Jesús reza. En el relato de Lucas, por ejemplo, el episodio de la transfiguración brota de un momento de oración. Dice así: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó y sus vestidos eran de una blancura fulgurante» (Lc 9, 29). Pero cada paso en la vida de Jesús está inspirado por el soplo del Espíritu que lo guía en todas sus acciones. Jesús reza en el bautismo en el Jordán, habla con el Padre antes de tomar las decisiones más importantes, a menudo se retira en soledad para orar, intercede por Pedro, quien en breve lo negará. Dice así: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 31-32). Esto consuela: saber que Jesús ora por nosotros, ora por mí, por cada uno de nosotros para que nuestra fe no falle. Y esto es verdad. «Pero, padre, ¿todavía lo hace?» Él todavía lo hace, delante del Padre. Jesús ora por mí. Cada uno de nosotros puede decirlo. Y también podemos decirle a Jesús: «Estás orando por mí, sigue orando porque lo necesito». Así: valientes. Incluso la muerte del Mesías está inmersa en una atmósfera de oración, de modo que las horas de la pasión aparecen marcadas por una calma sorprendente: Jesús consuela a las mujeres, ora por sus crucificadores, promete el paraíso al buen ladrón y respira diciendo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 45). La oración de Jesús parece amortiguar las emociones más violentas, los deseos de venganza y revancha, reconcilia al hombre con su enemigo acérrimo, reconcilia al hombre con este enemigo, que es la muerte.
Es siempre en el Evangelio de Lucas donde encontramos la petición, expresada por uno de los discípulos, de poder ser educados por el mismo Jesús en la oración. Y así dice: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Lo vieron rezando. «Enséñanos, también podemos decirle al Señor: Señor, estás orando por mí, lo sé, pero enséñame a orar, para que también yo pueda orar». De esta petición, «Señor, enséñanos a orar», nace una enseñanza bastante extensa, a través de la cual Jesús explica a las suyos con qué palabras y con qué sentimientos deben dirigirse a Dios.
La primera parte de esta enseñanza es precisamente el Padre Nuestro. Oren así: «Padre, que estás en el cielo». «Padre»: esa hermosa palabra para decir. Podemos quedarnos todo el tiempo de la oración solo con esa palabra: «Padre». Y sentir que tenemos un padre: no un padre autoritario o un padrastro. No: un padre. El cristiano se dirige a Dios llamándolo por encima de todo «Padre».
En esta enseñanza que Jesús da a sus discípulos, es interesante detenerse en algunas instrucciones que coronan el texto de la oración. Para darnos confianza, Jesús explica algunas cosas que insisten en las actitudes del creyente que reza. Por ejemplo, está la parábola del amigo impío, que molesta a toda la familia que duerme porque, de repente, una persona ha llegado de un viaje y no tiene pan que ofrecerle. ¿Qué le dice Jesús a este que toca a la puerta y despierta al amigo? «Yo os digo –explica Jesús– pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá» (Lc 11, 9). Con esto él quiere enseñarnos a orar e insistir en la oración. E inmediatamente después da el ejemplo de un padre que tiene un hijo hambriento.
Todos vosotros, padres y abuelos, que estáis aquí, cuando el hijo o el nieto piden algo, tiene hambre, pide y pide, luego llora, grita, tiene hambre: «¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra?» (Lc 11, 11). Y todos vosotros tenéis la experiencia cuando el niño pide, vosotros le dais de comer y todo lo que pide por el bien de él. Con estas palabras, Jesús nos hace entender que Dios siempre responde, que ninguna oración quedará sin ser escuchada, ¿por qué? Porque es un Padre, y no olvida a sus hijos que sufren. Por supuesto, estas declaraciones nos ponen en crisis, porque muchas de nuestras oraciones parecen no obtener ningún resultado. ¿Cuántas veces hemos pedido y no hemos obtenido, todos lo hemos experimentado, cuántas veces hemos llamado y encontrado una puerta cerrada? Jesús nos insta, en esos momentos, a insistir y no rendirnos. La oración siempre transforma la realidad, siempre. Si las cosas no cambian a nuestro alrededor, al menos nosotros cambiamos, cambiamos nuestro corazón. Jesús prometió el don del Espíritu Santo a cada hombre y a cada mujer que reza.
Podemos estar seguros de que Dios responderá. La única incertidumbre se debe a los tiempos, pero no dudamos de que Él responderá. Tal vez tengamos que insistir toda la vida, pero Él responderá. Nos prometió: no es como un padre que da una serpiente en lugar de un pez. No hay nada más seguro: un día se cumplirá el deseo de felicidad que todos llevamos en nuestros corazones. Jesús dice: «Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche y les hace esperar?» (Lc 18, 7). Sí, él hará justicia, nos escuchará. ¡Qué día de gloria y resurrección será! Orar es ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación. Rezar. La oración cambia la realidad, no la olvidemos. O cambia las cosas o cambia nuestros corazones, pero siempre cambia. Orar es ahora la victoria sobre la soledad y la desesperación. Es como ver cada fragmento de la creación hirviendo en el torpor de una historia que a veces no comprendemos el porqué. Pero está en movimiento, está en camino, y al final de cada camino, ¿qué hay al final de nuestro camino? Al final de la oración, al final de un tiempo en el que estamos rezando, al final de la vida: ¿qué hay allí? Hay un Padre que espera todo y espera a todos con los brazos abiertos. Miremos a este Padre.

Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Domingo 24 de febrero de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
¡Gracias por vuestro afecto!
Hoy, segundo domingo de Cuaresma, tenemos un Evangelio especialmente bello, el de la Transfiguración del Señor. El evangelista Lucas pone particularmente de relieve el hecho de que Jesús se transfiguró mientras oraba: es una experiencia profunda de relación con el Padre durante una especie de retiro espiritual que Jesús vive en un alto monte en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en los momentos de la manifestación divina del Maestro (Lc 5, 10; Lc 8, 51; Lc 9, 28). El Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y resurrección (Lc 9, 22), ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria. Y también en la Transfiguración, como en el bautismo, resuena la voz del Padre celestial: "Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo" (Lc 9, 35). La presencia luego de Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas de la antigua Alianza, es muy significativa: toda la historia de la Alianza está orientada a Él, a Cristo, que realiza un nuevo "éxodo" (Lc 9, 31), no hacia la Tierra prometida como en el tiempo de Moisés, sino hacia el Cielo. La intervención de Pedro: "Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí!" (Lc 9, 33) representa el intento imposible de detener tal experiencia mística. Comenta san Agustín: "[Pedro]... en el monte... tenía a Cristo come alimento del alma. ¿Por qué tuvo que bajar para volver a las fatigas y a los dolores, mientras allí arriba estaba lleno de sentimientos de santo amor hacia Dios, que le inspiraban por ello a una santa conducta?" (Discurso 78, 3: pl 38, 491).
Meditando este pasaje del Evangelio, podemos obtener una enseñanza muy importante. Ante todo, el primado de la oración, sin la cual todo el compromiso del apostolado y de la caridad se reduce a activismo. En Cuaresma aprendemos a dar el tiempo justo a la oración, personal y comunitaria, que ofrece aliento a nuestra vida espiritual. Además, la oración no es aislarse del mundo y de sus contradicciones, como habría querido hacer Pedro en el Tabor, sino que la oración reconduce al camino, a la acción. "La existencia cristiana –escribí en el Mensaje para esta Cuaresma– consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que de ahí se derivan, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios" (n. 3).
Queridos hermanos y hermanas, esta Palabra de Dios la siento dirigida a mí, de modo particular, en este momento de mi vida. ¡Gracias! El Señor me llama a "subir al monte", a dedicarme aún más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia, es más, si Dios me pide esto es precisamente para que yo pueda seguir sirviéndola con la misma entrega y el mismo amor con el cual he tratado de hacerlo hasta ahora, pero de una forma más acorde a mi edad y a mis fuerzas. Invoquemos la intercesión de la Virgen María: que ella nos ayude a todos a seguir siempre al Señor Jesús, en la oración y en la caridad activa.
ÁNGELUS, Plaza de San Pedro, Domingo 28 de febrero de 2010
Ayer concluyeron aquí, en el palacio apostólico, los ejercicios espirituales que, como de costumbre, tienen lugar al inicio de la Cuaresma en el Vaticano. Con mis colaboradores de la Curia romana hemos pasado días de recogimiento y de intensa oración, reflexionando sobre la vocación sacerdotal, en sintonía con el Año que la Iglesia está celebrando. Doy las gracias a todos los que han estado espiritualmente cerca de nosotros.
En este segundo domingo de Cuaresma la liturgia está dominada por el episodio de la Transfiguración, que en Evangelio de san Lucas sigue inmediatamente a la invitación del Maestro: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9, 23). Este acontecimiento extraordinario nos alienta a seguir a Jesús.
San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan "ver" la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: "Este es mi Hijo, el elegido; escuchadlo" (v. 35).
Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está "Jesús solo" (v. 36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, "Jesús solo" es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él que subiendo hacia Jerusalén dará la vida y un día "transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21).
"Maestro, qué bien se está aquí" (Lc 9, 33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que "Jesús solo" sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.
En este periodo cuaresmal invito a todos a meditar asiduamente el Evangelio. Además, espero que en este Año sacerdotal los pastores "estén realmente impregnados de la Palabra de Dios, la conozcan verdaderamente, la amen hasta el punto de que realmente deje huella en su vida y forme su pensamiento" (cf. Homilía de la misa Crismal, 9 de abril de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de abril de 2009, p. 3). Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con la oración del Ángelus.
ÁNGELUS, Domingo 4 de marzo de 2007
Queridos hermanos y hermanas: 
En este segundo domingo de Cuaresma, el evangelista san Lucas subraya que Jesús subió a un monte "para orar" (Lc 9, 28) juntamente con los apóstoles Pedro, Santiago y Juan y, "mientras oraba" (Lc 9, 29), se verificó el luminoso misterio de su transfiguración. Por tanto, para los tres Apóstoles subir al monte significó participar en la oración de Jesús, que se retiraba a menudo a orar, especialmente al alba y después del ocaso, y a veces durante toda la noche. Pero sólo aquella vez, en el monte, quiso manifestar a sus amigos la luz interior que lo colmaba cuando oraba: su rostro -leemos en el evangelio- se iluminó y sus vestidos dejaron transparentar el esplendor de la Persona divina del Verbo encarnado (cf. Lc 9, 29). 
En la narración de san Lucas hay otro detalle que merece destacarse: la indicación del objeto de la conversación de Jesús con Moisés y Elías, que aparecieron junto a él transfigurado. Ellos -narra el evangelista- "hablaban de su muerte (en griego éxodos), que iba a consumar en Jerusalén" (Lc 9, 31). 
Por consiguiente, Jesús escucha la Ley y los Profetas, que le hablan de su muerte y su resurrección. En su diálogo íntimo con el Padre, no sale de la historia, no huye de la misión por la que ha venido al mundo, aunque sabe que para llegar a la gloria deberá pasar por la cruz. Más aún, Cristo entra más profundamente en esta misión, adhiriéndose con todo su ser a la voluntad del Padre, y nos muestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad a la de Dios. 
Por tanto, para un cristiano orar no equivale a evadirse de la realidad y de las responsabilidades que implica, sino asumirlas a fondo, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor. Por eso, la transfiguración es, paradójicamente, la verificación de la agonía en Getsemaní (cf. Lc 22, 39-46). Ante la inminencia de la Pasión, Jesús experimentará una angustia mortal, y aceptará la voluntad divina; en ese momento, su oración será prenda de salvación para todos nosotros. En efecto, Cristo suplicará al Padre celestial que "lo salve de la muerte" y, como escribe el autor de la carta a los Hebreos, "fue escuchado por su actitud reverente" (Hb 5, 7). La resurrección es la prueba de que su súplica fue escuchada. 
Queridos hermanos y hermanas, la oración no es algo accesorio, algo opcional; es cuestión de vida o muerte. En efecto, sólo quien ora, es decir, quien se pone en manos de Dios con amor filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo. 
Durante este tiempo de Cuaresma pidamos a María, Madre del Verbo encarnado y Maestra de vida espiritual, que nos enseñe a orar como hacía su Hijo, para que nuestra existencia sea transformada por la luz de su presencia.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
B. Evangelio del II domingo de Cuaresma
64. El pasaje evangélico del II domingo de Cuaresma es siempre la narración de la Transfiguración. Es curioso cómo la gloriosa e inesperada transfiguración del cuerpo de Jesús, en presencia de los tres discípulos elegidos, tiene lugar inmediatamente después de la primera predicación de la Pasión. (Estos tres discípulos –Pedro, Santiago y Juan– también estarán con Jesús durante la agonía en Getsemaní, la víspera de la Pasión). En el contexto de la narración, en cada uno de los tres Evangelios, Pedro, apenas ha confesado su fe en Jesús como Mesías. Jesús acepta esta confesión, pero inmediatamente se dirige a los discípulos y les explica qué tipo de Mesías es él: «empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día». Sucesivamente pasa a enseñar qué implica seguir al Mesías: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Es después de este evento, cuando Jesús toma a los tres discípulos y los lleva a lo alto de un monte, y es allí donde su cuerpo resplandece de la gloria divina; y se les aparecen Moisés y Elías, que conversaban con Jesús. Estaban todavía hablando, cuando una nube, signo de la presencia divina, como había sucedido en el monte Sinaí, le envolvió junto a sus discípulos. De la nube se elevó una voz, así como en el Sinaí el trueno advertía que Dios estaba hablando con Moisés y le entregaba la Ley, la Torah. Esta es la voz del Padre, que revela la identidad más profunda de Jesús y la testimonia diciendo: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7).
65. Muchos temas y modelos puestos en evidencia en el presente Directorio se concentran en esta sorprendente escena. Ciertamente, cruz y gloria están asociadas. Claramente, todo el Antiguo Testamento, representado por Moisés y Elías, afirma que la cruz y la gloria están asociadas. El homileta debe abordar estos argumentos y explicarlos. Probablemente, la mejor síntesis del significado de tal misterio nos la ofrecen las bellísimas palabras del prefacio de este domingo. El sacerdote, iniciando la oración eucarística, en nombre de todo el pueblo, da gracias a Dios por medio de Cristo nuestro Señor, por el misterio de la Transfiguración: «Él, después de anunciar su muerte a los discípulos les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la Resurrección». Con estas palabras, en este día, la comunidad se abre a la oración eucarística.
66. En cada uno de los pasajes de los Sinópticos, la voz del Padre identifica en Jesús a su Hijo amado y ordena: «Escuchadlo». En el centro de esta escena de gloria trascendente, la orden del Padre traslada la atención sobre el camino que lleva a la gloria. Es como si dijese: «Escuchadlo, en él está la plenitud de mi amor, que se revelará en la cruz». Esta enseñanza es una nueva Torah, la nueva Ley del Evangelio, dada en el monte santo poniendo en el centro la gracia del Espíritu Santo, otorgada a cuantos depositan su fe en Jesús y en los méritos de su cruz. Porque él enseña este camino, la gloria resplandece del cuerpo de Jesús y viene revelado por el Padre como el Hijo amado. ¿Quizá no estemos aquí adentrándonos en el corazón del misterio trinitario? En la gloria del Padre vemos la gloria del Hijo, inseparablemente unida a la cruz. El Hijo revelado en la Transfiguración es «luz de luz», como afirma el Credo; este momento de las Sagradas Escrituras es, ciertamente, una de las más fuertes autoridades para la fórmula del Credo.
67. La Transfiguración ocupa un lugar fundamental en el Tiempo de Cuaresma, ya que todo el Leccionario Cuaresmal es una guía que prepara al elegido entre los catecúmenos para recibir los sacramentos de la iniciación en la Vigilia pascual, así como prepara a todos los fieles para renovarse en la nueva vida a la que han renacido. Si el I domingo de Cuaresma es una llamada particularmente eficaz a la solidaridad que Jesús comparte con nosotros en la tentación, el II domingo nos recuerda que la gloria resplandeciente del cuerpo de Jesús es la misma que él quiere compartir con todos los bautizados en su Muerte y Resurrección. El homileta, para dar fundamento a esto, puede justamente acudir a las palabras y a la autoridad de san Pablo, quien afirma que "Cristo transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa" (Flp 3, 21). Este versículo se encuentra en la segunda lectura del ciclo C, pero, cada año, puede poner de relieve cuanto hemos apuntado.
68. En este domingo, mientras los fieles se acercan en procesión a la Comunión, la Iglesia hace cantar en la antífona las palabras del Padre escuchadas en el Evangelio: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo». Lo que los tres discípulos escogidos escuchan y contemplan en la Transfiguración viene ahora exactamente a converger con el acontecimiento litúrgico, en el que los fieles reciben el Cuerpo y la Sangre del Señor. En la oración después de la Comunión damos gracias a Dios porque «nos haces partícipes, ya en este mundo, de los bienes eternos de tu reino». Mientras están allí arriba, los discípulos ven la gloria divina resplandecer en el Cuerpo de Jesús. Mientras están aquí abajo, los fieles reciben su Cuerpo y Sangre y escuchan la voz del Padre que les dice en la intimidad de sus corazones: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo».
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo C. Segundo domingo de Cuaresma.
La Transfiguración
554 A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro "comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir … y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día" (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23), los otros no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par. : 2P 1, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le "hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén" (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: "Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle" (Lc 9, 35).
555 Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para "entrar en su gloria" (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: "Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara"("Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa" (Santo Tomás, s. th. 3, 45, 4, ad 2):
"Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que Tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre" (Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración, )
556 En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús "fue manifestado el misterio de la primera regeneración": nuestro bautismo; la Transfiguración "es es sacramento de la segunda regeneración": nuestra propia resurrección (Santo Tomás, s. th. 3, 45, 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22):
"Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña (cf. Lc 9, 33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?" (S. Agustín, serm. 78, 6).
568 La Transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los Apóstoles ante la proximidad de la Pasión: la subida a un "monte alto" prepara la subida al Calvario. Cristo, Cabeza de la Iglesia, manifiesta lo que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos: "la esperanza de la gloria" (Col 1, 27) (cf. S. León Magno, serm. 51, 3).
La obediencia de Abrahán
59 Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo "fuera de su tierra, de su patria y de su casa" (Gn 12, 1), para hacer de él "Abraham", es decir, "el padre de una multitud de naciones" (Gn 17, 5): "En ti serán benditas todas las naciones de la tierra" (Gn 12, 3 LXX; cf. Ga 3, 8).
Abraham, "el padre de todos los creyentes"
145 La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: "Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba" (Hb 11, 8; cf. Gn 12, 1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23, 4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11, 17).
146 Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11, 1). "Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia" (Rm 4, 3; cf. Gn 15, 6). Gracias a esta "fe poderosa" (Rm 4, 20), Abraham vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rm 4, 11. 18; cf. Gn 15, 15).
La Promesa y la oración de la fe
2570 Cuando Dios le llama, Abraham parte "como se lo había dicho el Señor" (Gn 12, 4): todo su corazón se somete a la Palabra y obedece. La obediencia del corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras tienen un valor relativo. Por eso, la oración de Abraham se expresa primeramente con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar al Señor. Solamente más tarde aparece su primera oración con palabras: una queja velada recordando a Dios sus promesas que no parecen cumplirse (cf Gn 15, 2-3). De este modo surge desde los comienzos uno de los aspectos de la tensión dramática de la oración: la prueba de la fe en la fidelidad a Dios.
2571 Habiendo creído en Dios (cf Gn 15, 6), marchando en su presencia y en alianza con él (cf Gn 17, 2), el patriarca está dispuesto a acoger en su tienda al Huésped misterioso: es la admirable hospitalidad de Mambré, preludio a la anunciación del verdadero Hijo de la promesa (cf Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38). Desde entonces, habiéndole confiado Dios su Plan, el corazón de Abraham está en consonancia con la compasión de su Señor hacia los hombres y se atreve a interceder por ellos con una audaz confianza (cf Gn 18, 16-33).
2572 Como última purificación de su fe, se le pide al "que había recibido las promesas" (Hb 11, 17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: "Dios proveerá el cordero para el holocausto" (Gn 22, 8), "pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar a los muertos" (Hb 11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo sino que lo entregará por todos nosotros (cf Rm 8, 32). La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios y le hace participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cf Rm 4, 16 – 21).
La fe nos abre el camino para comprender el misterio de la Resurrección
1000 Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
"Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección" (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4–5).
La resurrección de la carne
645 Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; Jn 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra figura" (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; Jn 21, 4. 7).
999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora" (Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44):
"Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano… , se siembra corrupción, resucita incorrupción; … los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad" (1 Co 15, 35-37. 42. 53).
1000 Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
"Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección" (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; Jn 11, 24); "al fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
"El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" (1 Ts 4, 16).

Se dice Credo.

Oración de los fieles
Año C
Oremos al Señor, nuestra luz y salvación.
-Por la Iglesia, pueblo de la Nueva Alianza, para que se mantenga siempre como esposa fiel de Jesucristo. Roguemos al Señor.
-Por todos los pueblos de la tierra y por los hombres de todas las razas y culturas, para que descubran la llamada universal a la salvación en Cristo. Roguemos al Señor.
-Por los que se preparan para completar su iniciación cristiana con la recepción de la confirmación y de la eucaristía, para que sus vidas sean testimonio de la alegría del Evangelio que los ha renovado. Roguemos al Señor.
-Por nuestra comunidad, para que unidos a Cristo en los sufrimientos de la vida seamos un día transfigurados con él en la gloria de la resurrección. Roguemos al Señor.
ESCUCHA, Señor, las súplicas de tus hijos, que buscan tu rostro y esperan gozar de tu dicha en el país de la vida. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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